EL TABLERO DE LA MUERTE

Víctor Montoya

Atahuallpa está tendido de bruces en un rincón de su fortaleza convertida en prisión. Tiene cadenas en los pies, las manos y el cuello, y un manto tejido por las vírgenes del Sol.

El Inca alza su rostro y mira las paredes y el techo de paja. Se levanta haciendo chirriar las cadenas y arrastra los pies en dirección a la puerta. En el patio, los soldados encargados de su custodia, hacen rodar los dados sobre la piel de los tambores, mientras Hernando de Soto y Riquelme juegan una partida de ajedrez en un tablero pintado sobre una mesa, con piezas hechas de barro y cocidas al horno.

El Inca contempla la partida de ajedrez desde el quicio de la puerta y recuerda el ocaso de su imperio:

El día que acudí al encuentro de este puñado de ladrones salidos de la mar, con mentiras en la lengua y en el alma, llegué a la plaza amurallada de Cajamarca, sentado en una litera empenachada con plumas. Llevaba mis vestiduras más suntuosas, una diadema de diamantes y en la mano un cetro mitad oro, mitad madera. Junto a mí estaba la comitiva de nobles, portando joyas en las orejas, collares de esmeraldas y conchas marinas. Más atrás venían mis concubinas de túnicas flotantes y un ejército de guerreros armados de hondas, mazas, lanzas, arcos y flechas.

Al caer la noche, precedida por ventarrones aullantes, aguardé la llegada de los hombres de caras blancas y barbas luengas que, según versiones del chasqui, no eran dioses sino mortales de carne y hueso, que iban embutidos en cascos y túnicas metálicas, montados en animales más veloces que las llamas y cargando fierros que sonaban como truenos.

Al otro día, el capitán de barba prieta, que escondió a sus soldados detrás de los muros, advirtiéndoles arrancar de su corazón todo temor como mala yerba, ordenó a Hernando de Soto venir a mi encuentro en compañía del lengüilla Felipillo y de un grupo de diestros jinetes. Los caballos galoparon abriéndose paso entre mis guerreros y concubinas, quienes, al ver esas bestias de cuatro patas y dos cabezas, quedaron con el alma en vilo; algunas se desplomaron y otras se desbandaron al son de relinchos y cascabeles.

Cuando Hernando de Soto se acercó a mi litera, tiró las riendas con todo el furor de sus fuerzas y el caballo se alzó sobre sus patas traseras, esparciendo espuma sobre mi manto sagrado. Yo permanecí impertérrito, con la mirada clavada en el suelo. El conquistador se apeó de un brinco y, por intermedio de Felipillo, me transmitió el mensaje de Francisco Pizarro. Yo levanté la cabeza, le toqué la coraza y me herí los dedos con la espada. De Soto volvió a montar en el caballo y desapareció entre remolinos de polvo.

En ese instante, Atahuallpa vuelve a escuchar la palabra "jaque" y una algarabía de voces y de gritos. Después retira la mirada del tablero y retoma el hilo de su recuerdo:

En la plaza se hizo un gran silencio; callaron los tambores, enmudecieron los cantores y pararon las bailarinas. Era tan grande el silencio, vertiginosamente suspendido en las alturas, que ni las hojas se mecían en los árboles ni los pájaros remontaban el vuelo. De la puerta del centro salió una figura ataviada con túnicas negras, dos palos cruzados sobre el pecho y un objeto extraño en la mano. Se llamaba Vicente Valverde y su misión era conquistar nuestras tierras y nuestros corazones.

-Éste es el Dios verdadero, el breviario -dijo, entregándome ese objeto extraño..

Yo lo tomé en la mano, lo agité contra mi oreja y, al comprobar que no tenía voz, lo arrojé lejos de mí. Valverde se sintió ofendido, retrocedió a paso lento y exclamó: "¡Sacrilegio! ¡Sacrilegio!". Pizarro desenvainó la espada y ordenó abrir fuego. Así empezó el ataque; los cascos de los caballos retumbaron en el suelo, las ballestas sembraron el pánico y los estampidos de los arcabuces sacudieron mi litera como si flotara en alta mar. Al cabo de media hora, todo estaba consumado. Pizarro se apoderó de mi litera, y los soldados, encadenándome las manos y el cuello, me condujeron a la Casa de la Serpiente, en cuyo patio, los capitanes empezaron a jugar al ajedrez, apostando esmeraldas y mariposas áureas que de un soplo se elevaban del suelo.

A los dos días de mi captura les ofrecí a los capitanes un fabuloso rescate a cambio de mi libertad, les dije que si me liberaban llenaría una habitación de oro y dos de plata. Me alcé sobre la punta de los pies y levanté el brazo lo más alto que pude. Un soldado marcó con tinta el lugar por mí señalado y un notario redactó el convenio.

A lo largo de tres meses acudieron los tesoros de todo el imperio. Desde el Cuzco venían las láminas de oro que fueron arrancadas del Recinto Dorado: leñadores con árboles de algarrobo, un niño tendido en una hamaca, discos con cabezas humanas y cuerpos de animales salvajes, copas con piedras preciosas que sonaban como matracas, una araña que paría perlas y una vasija en forma de concha de caracol, cinturones con cabezas de jaguar, coronas engastadas de rubíes y diamantes, un jardín con frutos de oro macizo y una fauna de plata y turquesa.

Yo cumplí con mi palabra.

Pizarro se convirtió en el hombre más rico de la historia y un soldado hizo plañir la trompeta, para que los orfebres fundieran en nuevas fraguas las obras de su creación. El horno engulló dioses y adornos, y vomitó lingotes de oro y plata.

Al precipitarse el sol tras el hilo tenso del horizonte, Hernando de Soto y Riquelme hacen los últimos movimientos sobre el tablero de ajedrez. En la frente les perla el sudor y en el pecho les galopa salvajemente el corazón. Cuando de Soto se dispone a mover un caballo, el Inca le toca el hombro y le dice: "No capitán. La torre, mejor la torre". Hernando de Soto sigue el consejo y gana la partida dando jaque mate a Riquelme. Entonces, ambos quedan asombrados al comprobar que el Inca había aprendido todos los movimientos y trucos del juego, observando simplemente lo que hacían los jugadores. Mas de nada le serviría al Inca su habilidad y el fabuloso rescate que pagó a cambio de su libertad, puesto que la imprudencia de inmiscuirse en lo que no debía, lo llevaría a perder el tesoro y la vida.

Al otro día, Francisco Pizarro, sentado en el trono de Atahuallpa, le anuncia que habían resuelto condenarlo a morir en la hoguera. El Inca se agarra la cabeza y dice: "No me digas burlas. ¿Qué hice yo para merecer la muerte?". Pizarro se retira y desaparece.

Cuatro soldados conducen al Inca hacia la hoguera, pero como él no quiere desaparecer del mundo como ceniza, sino seguir reinando momificado en una chullpa, acepta su conversión al cristianismo para cambiar el tormento de la hoguera, con el privilegio de la muerte por estrangulamiento.

El Inca avanza hacia el patíbulo con la cabeza gacha, llorando y besando la cruz. Se sienta en una burda silla de madera, apoya la espalda contra un poste y el torniquete de hierro le parte la nuca.

Muerto el hijo del Sol, muere el imperio de los Incas. Pizarro asiste a los funerales vestido de negro y las concubinas de Atahuallpa se arrancan los ojos y se ahorcan con las trenzas.