LA PECERA DEL GIGANTE

Ricardo Bernal

Entonces el gigante me puso en una pecera; por suerte no tenía agua pues nunca aprendí a nadar. ¡Por favor señor gigante, déjeme salir! Nada de eso chiquilín, ¡ya verás como vamos a divertirnos! En la mano derecha el gigante tenía una caja de choco krispis del tamaño de un edificio: se echó un puñado a la boca y arrojó otros pocos a la pecera; toma, para que no te mueras de hambre. El gigante me miró con curiosidad, luego sonrió y me cerró un ojo. Al rato regreso, dijo antes de alejarse; voy a buscarte compañía. Me quedé solo con mis miedos. ¿Compañía?, ese gigante estaba demasiado loco, lo mismo podía traer una tarántula, grande como su mano, que una muchacha de mi especie. Recorrí la pecera: medía veinte pasos de largo por doce de ancho y el piso estaba cubierto de piedras de colores. En una esquina encontré el enorme esqueleto de un pez, en otra había un castillo de plástico lleno de moho. Entré al castillo, tuve que agacharme para poder cruzar la puerta. ¿Estaré soñando? ¿Qué demonios hago yo en una pecera? Salí; a un lado del castillo había una tapa de gerber llena de agua. Bebí un poco, aparentemente el agua estaba limpia. Me senté en una piedra y saqué todo lo que traía en las bolsas de mi abrigo: un libro de poesía, un ajedrez electrónico, mi pequeño amuleto contra el mal de ojo. Ninguna cuerda, ninguna cantimplora llena de poción mágica para volar y escaparme así de mi triste destino. Lloré un buen rato. Luego recogí un choco krispis, en mis manos era del tamaño de una baguette. Lo mordí: ¡auch!, demasiado duro. En fin, era preferible eso a morirme de hambre. Llegó la noche y entré al castillo. El frío me calaba hasta los huesos, pero era mayor mi cansancio así que me quedé dormido.

 

¡Yuju yuuuju!, canturreó el gigante. Abrí los ojos y me puse de pie como impulsado por un resorte: ya era de día. Mira a quién tenemos aquí; el enorme guante de cuero se abrió despacio, en la palma estaba un hombre melenudo y harapiento... ¿Fagus? No podía creerlo: era mi hermano mayor al que creíamos muerto desde hace cuatro años en la guerra de Constantinopla. Fagus fue arrojado al interior de la pecera. Al reconocerme corrió hacia mí y nos abrazamos entre lágrimas y gritos de felicidad. ¡Déjense de cursilerías!, rugió el gigante desde arriba, la fetidez de su aliento casi nos hace vomitar. La situación es la siguiente, dijo el gigante; hoy es lunes, me voy a ir de viaje pero regresaré el próximo domingo. Para entonces, uno de ustedes debe estar muerto. Si los encuentro vivos a los dos, no sólo me los tragaré de un solo bocado, sino que iré a pisotear su ciudad hasta que no quede piedra sobre piedra. El gigante emitió una diabólica carcajada que hizo temblar su barriga como si fuera una gelatina. Luego metió la mano al bolsillo de su chaleco y sacó un dedal, arrojando su contenido a la pecera. Aquí tienen armas para que peleen a muerte. Fagus y yo vimos incrédulos las viejas pistolas del pirata Francis Drake, el martillo de Thor, la espada de Isildur que durante tantas generaciones había estado en el museo de nuestra ciudad. ¡Ejem!, exclamó el gigante; ahora que si lo que quieren es una muerte romántica... Del otro bolsillo sacó un frasco verde, le dio vueltas a la tapa que resultó ser un gotero, y vertió tres gotas de un líquido ambarino en el dedal, colocándolo luego en la pecera. Un solo trago de este veneno provocará una muerte instantánea en cualquiera de ustedes, dijo el gigante. Otra cosa: si se les ocurre la ridícula idea de hacer un pacto suicida y los encuentro muertos a ambos, inundaré de alcohol su ciudad y le prenderé un cerillo. ¡Cómo me voy a divertir viendo a sus congéneres correr chamuscados en todas direcciones! Bueno mis pequeños amigos, espero que la pasen bien en mi ausencia; y el gigante emitió otra terrible carcajada. ¡Ah!, olvidaba darles su comida: tomó la caja de choco krispis y nos arrojó un puñado. ¡Hasta el domingo! Los pasos del gigante se alejaron, haciendo retumbar las paredes transparentes de nuestra cárcel.

 

El gusto de volver a vernos era mayor que la amenaza del gigante. El resto del día, Fagus y yo nos la pasamos hablando. Me contó cómo lo habían hecho esclavo de guerra en Constantinopla; estuve tres años trabajando de sol a sol en un molino, me daban de comer basura y latigazos, hasta hoy en la mañana cuando el gigante me liberó, aplastando con sus tenis a mis verdugos. Me preguntó por sus hijas. Están bien, aunque al ver que no regresabas te dieron por muerto y pusieron otra lápida junto a la tumba de tu esposa. ¿No se han casado? No, pero dudo que sigan solteras mucho tiempo. ¿Y tú qué has hecho?, preguntó Fagus. Me casé hace medio año con Lia, la hija del herrero. ¡Pero si es una niña! No, reí; te aseguro que ha crecido bastante desde tu ausencia. Hablamos de los amigos, de cómo había sido reconstruida la ciudad después de la guerra. Luego nos callamos un buen rato. Contemplé a Fagus: estaba esquelético, ceniciento, ¿dónde había quedado aquel guerrero impresionante que hacía correr al enemigo con sólo llevar la mano al pomo de su espada y decir ¡bu!? Su triste mirada me recordó al primer jabalí que maté con mis propias manos, una de esas miradas donde no hay esperanza ni razón alguna para seguir de pie sobre la tierra. Llegó la noche. Tratábamos de no pensar. Conocíamos de sobra a los gigantes, no en balde nuestro padre había encontrado el fin de sus días en el estómago de uno de ellos. ¡Maldición!, grité golpeando con mis puños las gruesas paredes de la pecera; ¡maldito gigante hijo de puta! Lágrimas de rabia surcaron mis mejillas hasta que los brazos enflaquecidos de Fagus me abrazaron. ¡Cálmate hermano!, no tiene caso perder la cordura. Vamos a dormir, mañana pensaremos qué hacer. Debe de haber una salida.

 

El martes y el miércoles pasaron volando, las horas eran granos de arena en el reloj del destino. Fagus y yo nos rompimos la cabeza buscando la forma de escapar. No tiene caso hermano, supón que logramos fugarnos: el gigante no nos lo perdonaría y su venganza sería incendiar nuestra ciudad. Era cierto. Además ni siquiera podríamos bajar de la mesa, la enorme mesa sobre la que descansaba nuestra cárcel. Después de una amarga noche de insomnio llegó el jueves. En la penumbra del amanecer, las armas tiradas entre las piedras de la pecera brillaban como burlándose de nosotros. Quedaban muy pocos choco krispis. El silencio era cada vez más denso. Evitábamos mirarnos. Evitábamos estar cerca. Si Fagus entraba al castillo de plástico, yo salía, y viceversa. Ni siquiera los duros años de la guerra nos habían preparado para una situación como ésta.

 

Durante todo el jueves lo único que hicimos fue recorrer la pecera a grandes pasos. Parecíamos autómatas. Varias veces sorprendí a Fagus murmurando incoherencias, quizá sin darme cuenta yo hacía lo mismo. Poco antes del anochecer Fagus se detuvo frente a mí, sus ojos eran dos obsidianas encendidas. Hermano, dijo poniendo sus manos en mis hombros; he decidido tomarme el veneno y acabar de una vez por todas con esta angustia. El horror aceleró los latidos de mi corazón: ¡No Fagus, eso no! ¡En tal caso echémoslo a la suerte! Una sonrisa de ultratumba arrugó el rostro de mi hermano, es mejor que yo muera, soy el más viejo; tú tienes una esposa, una vida por delante. Yo en cambio soy hombre muerto desde el día en que me atraparon mis verdugos. No Fagus, yo no podría vivir con tu sacrificio a cuestas, ¡echémoslo a la suerte, y que Dios se apiade de nosotros! Entonces recordé mi ajedrez electrónico, ¡una partida de ajedrez, claro! De la bolsa de mi abrigo saqué el estuche; al mirarlo pensé en un sarcófago diminuto. Un honorable duelo entre hermanos, esa era la única, la espantosa solución. Fagus, juguemos una partida de ajedrez, el perdedor tendrá que tomarse el veneno. Fagus estuvo de acuerdo, había sombras alrededor de sus ojos decrépitos. Decidimos comenzar la partida al día siguiente.

 

Esa noche no pude dormir ni un segundo. De niños, nuestra instrucción bélica incluía al ajedrez. Para nosotros era más que un simple juego: en el tablero aprendimos las tácticas, los misteriosos caminos para llegar a la victoria. Quien en la vida de la guerra aplica las leyes del ajedrez, sabe que el factor suerte puede reducirse a cero. Al amanecer Fagus y yo bebimos agua y comimos nuestra diaria ración de alimento, medio choco krispis cada quien. Luego desdoblé el tablero encima de una piedra y colocamos las piezas en silencio. Yo jugaría con blancas, Fagus con negras. Aunque anteriormente muy pocas veces había logrado ganarle a Fagus en el ajedrez, eso se compensaba con los cuatro años que él había dejado de practicar, cuatro años en los que yo derroté a varios campeones. Así comenzó la partida: peón cuatro rey, peón cuatro rey. Caballo tres alfil rey, caballo tres alfil dama. Alfil cuatro alfil, peón tres dama... Para uno de nosotros, este era el último juego.

 

Había que cuidarse de los caballos de Fagus: se metían en todas partes entorpeciendo mis tácticas de ataque. Las jugadas se llevaban cada vez más tiempo conforme avanzaba la partida, habíamos puesto un límite de una hora por tirada. Para el atardecer, Fagus se había apoderado de mi torre, y aunque yo le había comido un alfil y tres peones, su posición era muy ventajosa; seguramente ya había planeado una estrategia indestructible. Cerré los ojos, vi a dos niños pequeños jugando al ajedrez bajo la supervisión de un viejo maestro; estaban en un salón cuya terraza daba a los jardines, los hermosos jardines que eran el orgullo de nuestro padre. La cadena de pensamientos me llevó hasta los ojos de mi mujer: estaba triste, muy triste. Hasta antes de ser atrapado por el gigante, mi futuro había sido una promesa de feliz vejez al lado de mi esposa. Jaque, dijo Fagus moviendo su dama y haciéndome regresar a la realidad. Cubrí el ataque con mi torre y miré a mi hermano, de alguna extraña manera su presencia me incomodaba: el gigante había logrado que ahora lo viera como un enemigo. Si Fagus gana, pensé, voy a tener que asesinarlo. Un escalofrío recorrió mi espalda; no, no puedo matar a mi propio hermano, tengo que concentrarme en la partida. Al anochecer, la falta de luz nos obligó a suspender el juego, así que nos fuimos a dormir. Me di cuenta que en todo el día sólo habíamos hablado para anunciar los jaques. Me quedé dormido de inmediato.

 

 

Y llegó el sábado, y llegó la tarde del sábado. Jaque mate. Fagus miró el tablero con incredulidad: era cierto, pese a su gran ventaja material, al mover mi caballo había dejado al descubierto el ataque de una torre, aplicando así el inevitable jaque mate. Yo tampoco podía creerlo; durante las larguísimas horas de juego, Fagus había ido recortando mi ejército hasta dejarme tan solo un caballo, una torre, mi rey y dos peones. Las piezas amontonadas en el flanco de su rey, en vez de protegerlo, le cerraron las posibles salidas. Vi a Fagus, su sorpresa y disgusto me convencieron de que no se había dejado ganar. Excelente... excelente mate, dijo Fagus; luego se levantó muy despacio, como si hubiera estado sentado trescientos años detrás del tablero. Yo no pude mirarlo a los ojos. Mi corazón era jalado por dos fuerzas contrarias: el pesar por la próxima muerte de mi hermano, y la dulce esperanza de volver a los brazos de mi esposa en cuanto el gigante me liberara. Faltaba poco para el anochecer. Ahora lo sabía: esa iba a ser la última noche en la vida de Fagus. Quise hablar pero las palabras se negaron a salir de mi boca. No podía llorar, ni siquiera sabía como definir las sensaciones que me invadieron. Con mucho cuidado guardé las piezas en su estuche, doblé el tablero y me dirigí al interior del castillo. No me atreví a enfrentar a Fagus en su dolor, ojalá me mate mientras duermo, pensé; ojalá esto sólo fuera una pesadilla.

 

El domingo en la mañana, después de compartir el último choco krispis, Fagus se bebió el veneno. Yo había imaginado ese día como una fecha memorable en la que uno de los dos hablaría de cosas trascendentes antes de morir. La verdad es que no estuve con Fagus en los últimos momentos. No sé qué pensó, ni fui testigo de sus últimas palabras, si es que las dijo. Yo estaba en el castillo pensando en una última, desesperada salida para evitar el sacrificio de mi hermano; tal vez si finge que está muerto, tal vez si nos escondemos... Entonces oí un grito y al salir corriendo del castillo vi a Fagus en el suelo, retorciéndose como un jabalí malherido. ¡Hermano!, grité tomándolo en mis brazos. Por lo menos el gigante no había mentido: la muerte de Fagus fue instantánea.

 

Han pasado dos semanas desde entonces. El gigante nunca regresó. El cadáver de mi hermano está cada vez más putrefacto. Cada vez es más difícil masticar su carne.