CUENTO DE AJEDREZ

Por Paloma Orozco

En el tablero de marfil, donde se enfrentaban los dos colores opuestos, él ocupaba su posición. Las reglas habían establecido de antiguo su lugar: frente a la torre, en primera línea de infantería.

Nunca había hablado con la torre. Aquella fortaleza inescrutable se pasaba la partida pendiente del rey y del momento culminante en que debía protegerlo de los ataques del ejército enemigo. Entonces cambiaba su puesto por el de su majestad, practicando una sutil maniobra digna del mejor estratega, llamada enroque. (De ahí el viejo nombre de Roque que figuraba en sus blasones).

De todos es sabido que la caballería y la infantería nunca se han llevado bien. Esta era la razón por la que tampoco cambiaba muchas palabras con el caballo, al que miraba de reojo.

Los caballeros de la orden del alfil, los más cercanos a la dama y a su soberano, siempre ostentaban ese gesto grave de Ministro de la Iglesia, así que tampoco tenía mucho que ver con ellos.

Y era evidente que con la realeza no se trataba o, mejor dicho, eran ellos los que no se relacionaban con un peón bajito y cabezón, sin ninguna importancia táctica.

¡Si por lo menos fuera el peón de rey, decisivo a veces en el jaque mate!. Jamás había abierto la partida, y en contadas ocasiones había pasado a presentar batalla. Nunca había llegado hasta el final del combate, y tampoco había sido condecorado como su compañero, el peón de dama.

Como siempre, era de los primeros en aterrizar en la caja de las piezas vencidas; no podía seguir el ritmo de los acontecimientos, ni pensar en las miles de secuencias de configuraciones de las huestes sobre el terreno de juego (quiero decir, de fuego, porque en aquel tablero no sólo se dirimía la oposición a la posición de cada pieza en lucha, sino las diferentes pasiones que los delgados hilos de azar tejían en torno a los participantes de la pelea).