Deontología ajedrecista

(Fragmento)

          No he resistido a la tentación de tratar sobre un tema del que se ha hablado mucho, pero se ha escrito poco.


         El ajedrez es un juego caballeresco por excelencia, en el que, como cada bando dispone de los mismos elementos de combate, la suerte apenas tiene intervención. Únicamente en el sorteo de colores, significando una ventaja mínima para las blancas, que tienen la salida.


         Por eso el ajedrecista debe comportarse en consonancia con las virtudes del juego. Pero desgraciadamente, no ocurre así y son muchos los aficionados que pierden el control de su sistema nervioso cuando son derrotados en la noble lucha.


         Todos los defectos del jugador de ajedrez pueden definirse con un solo vocablo: vanidad.

        Pero una vanidad enorme, aunque estúpida y pueril.

 

         No debemos olvidarnos  nunca que el ajedrez no es más que un juego, y toda su importancia se circunscribe a esa actividad, por cuyo motivo quien se considera un genio por el solo hecho de saber jugar al ajedrez comete un error de perspectiva parecido al que se imagina que está realizando un vuelo sobre el atlántico cuando sube en un ascensor.

 

         Aunque en el ajedrez no hay apuestas, suele ocurrir que se pone tanto o más interés en ganar que en otros juegos donde se cruzan sumas importantes de dinero, y tal vez por un exceso de amor propio mal entendido no se soporta con resignación perder una partida.


         Por regla general, todo aficionado se cree que juega mucho más de lo que en realidad juega, y no acepta la superioridad de su vencedor.

       Todos conocemos al jugador X, que cuando pierde dispara una serie de disculpas tratando de justificar su derrota. Tales disculpas no solo carecen de originalidad, por ser siempre las mismas, sino que, además, no justifica nada, a no ser el mal gusto del interesado.

 

        Tenía un violento dolor de cabeza” dice. O bien: “ciertas preocupaciones no me dejan pensar”, “he pasado una mala noche”,  también es corriente este otro tipo de argumentación: “cuando iba a ganar tomé una pieza por otra” o este: “en el momento crítico  me distrajo fulano”.

 

         Pero si en lugar de perder gana la partida, entonces se la cuenta a todo el mundo con exageración parecida a esta:

 

         “Desarrolle una combinación genial con sacrificio de la dama y en la jugada decima lo tenía ya pulverizado...”

 

         A esta clase de aficionados, que siempre pierden, porque se hallan capitidisminuidos, hay que aconsejarles que no jueguen hasta que no se encuentren en perfectas condiciones de hacerlo, es decir, NUNCA.

        Igualmente es conocido el jugador Y,  insufrible petulante, que, aunque pierda siempre, todas las partidas las ha tenido ganadas en determinado momento, y se esfuerza por hacer ver con  análisis tan caprichosos como ridículos, variantes victoriosas que estuvieron a su disposición.

 

       A este seudocoloso del ajedrez, que gana siempre sin ganar, habia que preguntarle por las razones que tuvo para no haber efectudado en su momento oportuno la jugada triunfadora.

 

         Y seguidamente hacerle  saber que las partidas no estan ganadas hasta que no se dan mate o se rinde el adversario, y que las fluctuaciones intermedias en el curso de la lucha no son más que eslabones del resultado final, sin ninguna significación trascendental.

         Existe por fin, el conocido jugador Z, cuyo sujeto, tras perder una partida, muestra desprecio hacia su triunfante antagonista, manifestando –eso sí a sus espaldas-  que es un jugador mediocre. Tal vez no se da  cuenta de que si el vencedor es mediocre, la categoría del vencido necesariamente tiene que ser intima.

           En resumen: toda esta desagradable secuencia no es más que la falta de educación deportiva y el derecho al pataleo cuando se carece de razón.

 

       Por eso el primer deber de todo buen aficionado es aprender a perder. Y solamente cuando esta lección este bien sabida, solo entonces, puede comenzarse el aprendizaje para ganar.

 

         Un juego de la categoría del ajedrez requiere cortesía en todo momento, extremándola cuando hay que reconocer los hechos adversos. Hay que saber perder con la sonrisa en los labios, reconociendo que en esta ocasión ha sido superado por su rival y felicitando al adversario deportiva y caballerosamente por su victoria.

 

         Todo lo que no sea esto es vulnerar los principios fundamentales que deben regir entre los ajedrecistas y adulterar su fraternidad y el espíritu del juego. Se cuenta que en el célebre torneo de Londres, el año 1851, el húngaro szen jugaba una partida decisiva  contra el alemán Anderssen. El público era partidario del primero porque a los ingleses les molestaba el triunfo de un alemán, y en una sala contigua representaban la partida y hacían sus comentarios.

 

         En determinado momento, uno de los comentaristas, en alta voz exclamo: - el alemán está perdido.- y acto seguido dijo también en alta voz, para que todos pudieran oírlo, la jugada ganadora.

 

         Naturalmente szen se indigno, y después de largo tiempo de meditación hizo una jugada distinta de la que se había indicado, y termino perdiendo.

 

         Después de tal desenlace le preguntaron si no había visto la jugada que ganaba, a lo que respondió: - no solamente la he visto, sino que la he oído; pero no quise aprovecharme de un auxilio ilegal.-

 

         Esta es la caballerosidad que debe imperar en todos los actos ajedrecísticos para que ese pequeño mundo intelectual sea ornato de la vida del espíritu.

 

         Todas las condiciones expuestas brevemente, para no pecar de plúmbeo, me han inducido a redactar este capítulo, en la firme creencia de que, tal vez, de todos los conocimientos básicos de ajedrez sea este el más importante:


¡Saber perder!

 

Escrito por: Julio Ganzo

Corrección: Mr. Chessitro

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